top of page

Besa mano

by Aretsa Paredes


Una frase que dejé de decir hace tantos años que ahora la siento antinatural en mi boca. Me escuece la lengua y me hierve el pecho solo de intentarlo. No solo no me sale pronunciarla, es que ni siquiera logro completarla en mi cabeza… pero si recuerdo la última vez que lo dije o, mejor dicho, la última vez que me lo pidieron y yo respondí con un rotundo “No, yo no tengo papá”.

Debía tener unos 6 o 7 años, cuando lo vi llegar esa vez, que no sé si fue la última, pero no logro recordar ninguna otra. Yo estaba jugando en la acera con mis amiguitas, quizás brincando soga o jugando a las muñecas en el frente de la vecina, cuando escuché a mi mamá llamarme. Yo era una niña obediente y siempre iba tan pronto me llamaban porque así aseguraba que me dejaran volver a jugar al día siguiente o por quince minutos más en el mismo momento. Nairobiiiiii! Me vocea mi mamá con su voz aguda.

Dígame. Respondo. Esperando que fuera una de esas llamadas de chequeo rutinario, solo para saber dónde estaba.

Ven, que te estoy llamando.

Cuando llego a donde mi mamá, la oigo decir:

Ahí está tu papá, ven a saludarlo y a besarle la mano.

Recuerdo la cara de él, con una sonrisa labial que no dejaba ver los dientes pero que reflejaba una tranquilidad en el rostro, que solo una cabeza despreocupada como la suya podía tener. Lo miré de arriba abajo y dije:

Yo no voy a besarle la mano, él no es mi papá. Yo no tengo papá.

La frase salió de mí y sentí que resonó en toda la ciudad e hizo temblar la isla entera. Estaba llena de rabia, pero también de dolor y aunque quizás no lo sabía, hoy entiendo que también de pena, mucha pena: por mí, por él, por mi madre y por todo lo que pasaría después.

Mira muchacha, no sea’ fre’ca y besa la mano. Dice mi mamá.

¿Como que yo no soy tu papá? ¿Eso de donde lo sacaste? Dice él.

Yo no sé de dónde ella saca eso, pero de mí no fue. Se defiende mi mamá.

Nairobi, si no le besas la mano a tu papá, no vas a seguir jugando. Me advierte mami.

Yo respondo, encogiendo los hombros y caminando en dirección al callejón donde estaba mi casa, mientras escucho a lo lejos la voz de mi madre asegurando que no ha sido cosa de ella la actitud de su hija.

Y claro que no era su culpa. Era únicamente mi idea. Mi decisión. Mi mamá siempre ha sido muy buena como para poner en mi cabeza ningún pensamiento negativo del hombre del que aún hoy día sigue enamorada. Un amor que seguro la hizo sufrir, pero al que siempre se ha aferrado. Un amor de esos que duelen, aunque no pegan.

Mi mamá me tuvo a los 41 años. Yo era la menor de cuatro hijos a los que ella mantuvo con el sudor de su frente y el desgaste de sus manos, cocinando, lavando y planchando en casas ajenas, lo que sea para poder tener con que alimentarnos.

Yo a veces iba con ella a esas casas enormes de gente rica y muy amable. Quedaba sorprendida cada vez que iba y veía que tenían dos salas, un jardín y un patio enorme en el primer nivel, más todas las habitaciones con hasta walk in closet. En ese momento no lo entendía, pero me sorprendía demasiado el contraste de esa casa enorme con el cuartito en el que vivíamos.

El garaje de los jefes de mi mamá era más grande que nuestra casa. De hecho, vivíamos en un cuarto del tamaño de una habitación, donde estaban la cocina, un mueble que hacía de sala y una cama en la que dormíamos los 5. La diferencia de las realidades era tanta que, ahora imagino lo triste que debía ser para mi madre pasarse los días limpiando una casa tan grande y tan ajena, donde sobraba el espacio que ella no podía darles a sus hijos.

Mi papá, nunca le digo así, pero sirve para que la historia se entienda mejor, vivía en algún otro lado. La verdad no sé dónde, creo que nunca fui a su casa y de haberlo hecho, no lo recuerdo. Él tenía otra familia con la que vivía. Tenía otros hijos y una esposa, quien por supuesto odiaba a mi mamá. Mi mamá (quien se vino a enterar muy tarde, por la ingenuidad que la caracteriza) era la amante, la querida, la otra. Imagino el choque al enterarse de que el hombre con quien salía estaba casado y tenía hijos. Otros cuatro, tres hombres y una hembra. Todos muy idénticos a él.

Mi mamá es una mujer negra, de hermosos ojos marrones y un espíritu alegre. Así es ella ahora, pero cuando yo era niña, solo la recuerdo cansada de lunes a viernes y pasada de tragos los sábados en la noche. No debió haber sido fácil llevar tanta carga física y mental. Hoy imagino el dolor que debía haber pasado para querer ahogar en alcohol todas sus penas, cada semana.

Recuerdo que cuando mi papá llevaba los tres pesos que llevaba a la casa para “cumplir con su rol de macho proveedor,” mi mamá solo hacía dos cosas con ese dinero, o lo jugaba en la lotería o lo gastaba en ron en el fin de semana. Una vez la escuché decir, sin que ella supiera que yo estaba comiendo boca, “yo ese dinero me lo bebo o lo juego, porque cuando él viene a darme 2 o 3 cheles, yo ya le he resuelto la vida a mis muchachos.” Y sí que lo hacía, porque aún en medio de las vicisitudes y escasez que había en la casa, ella hacia todo lo que estaba en sus manos para darnos lo mejor que podía.

Una tarde, después de dar una vuelta a la manzana con mi prima, llego a la casa y veo a mi hermana mayor llorando. Yo, que iba vestida con una blusa amarilla que me daba mucho calor, pero que usaba porque estaba de moda, empiezo a sentir un frío y un apretón en el estómago.

¿Qué pasó? Pregunto

Se murió papi. Me responde mi hermana entre lágrimas.

Una mezcla de dolor y rabia me atravesaron la garganta cual puñal envenenado y no me dejó decir más nada. Yo tenía 13 años y la muerte había tocado a la puerta de mi familia muchas veces, pero esta vez no sabía ni que sentía. No lo entendía.

Mi papa murió de un ataque cardiaco en un campo de Samaná, pueblo que amo por el verde de sus montañas, sus playas y su comida y uno de mis sitios favoritos de Quisqueya. Yo no recuerdo la última vez que lo vi a él, a mi papá. No tengo memorias de haber compartido tiempo con él, por eso siempre que tengo que hablar de mi papá hablo de mi madre, porque no sé quién o cómo era él. Sin embargo, me cuentan que el día que murió, se había pasado la tarde bailando bachata, entonces entiendo que, aunque no tuvimos la oportunidad de conocernos porque él eligió estar ausente y yo decidí matarlo en vida, había dos cosas que nos unían; compartíamos el mismo amor por Samaná y por una buena bachata de pueblo.

 

Aretsa Paredes is a Dominican writer born in Santo Domingo and currently living in London. She studied Social Communications in Public Relations at the Universidad Autónoma de Santo Domingo UASD (Autonomous University of Santo Domingo). Aretsa worked as a journalist and radio host. She moved to Spain in 2019 to pursue a master’s degree in Management of Corporate Communications and DigitalMarketing. She enjoys writing poetry and tales and is starting to explore the world of nonfiction writing.

49 views0 comments

Recent Posts

See All

Comments


bottom of page